Toribio exhala y van con esta exactamente sesenta mil novecientas cuarenta y ocho veces que le acompaña una tos seca y fuerte. Al llegar a casa contempla a su hija, minusválida y sonriente; acaricia con su mirada al cansado rostro del obrero del campo que ya bordea los setenta y pero que mantiene la actitud con que se ganó la veneración de todo el poblado.
A la mañana siguiente el hombre viudo y padre de una mujer de treinta años, inicia su labor con un reparador duchazo. Junto a las plantaciones de plátano y poniendo la mirada en el horizonte, donde se ve más vegetación. Anhela también un médico, porque piensa en su tos, pero también en su hija, quien diez años atrás pisó junto con su madre una mina y sólo ella sobrevivió para contarlo; aunque con un miembro inferior menos.
Ella, regresa del paso de la carretera con la cesta vacía de las frutas, será lo necesario para unas menestras y unos huevos que el padre se encargará de traer de más allá y poco menos; de la ruta para ir a la ciudad. Malena, como se llama ella, se organizará más tarde para preparar los alimentos; aunque con cierta nostalgia porque recordaba aquel novio guerrillero que en muchas ocasiones se deleitaba con su sazón. Vente conmigo, qué haces con tus padres. Ya creciste.
Pero Malena no era como sus hermanos, que fueron para México. Ella quería estar cerca a sus padres. Pero terminó quedándose con uno de ellos. Se complementaban. La Niña que Creció como diría Toribio de su hija, cada vez que un vecino preguntaba que cómo estaba; y que ahora vería necesario por ella ir un poco más allá, a la ciudad; donde estaban los buenos médicos esta vez por su salud, Y porque me la ayudaron alguna vez.
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