Cuando el curaca ordenó que se levantara el cuerpo occiso
del chasqui, algo del rostro del soldado, pareció desencajarse de pronto; se
trataba de un amigo suyo y desde su infancia.
En la escena del crimen, sólo estaba el cuerpo entumecido
por el frío, de aquel que llevaba consigo encargos y encomiendas pequeñas, para
el regimiento de defensa. Y es que las tropas incas iban acercándose cada vez
más.
-Así, que aquí está el chasqui.-identificaba el segundo soldado.
-Que nuestro padre y creador del tiempo, lo pueda acoger para siempre. -Oraba en silencio el amigo.
-Que nuestro padre y creador del tiempo, lo pueda acoger para siempre. -Oraba en silencio el amigo.
En la escena del crimen, dos soldados se disponían a
embalsamar al noble chasqui, bajo la guía de un médico de los pueblos del sur.
Pasaron cerca de aquella piedra que había terminado con su vida. Esa piedra que
había sido empujada por alguien, rodando a través de los Apus. Las huestes
incaicas que pretendían llegar a sus pueblos a toda costa. Dotados de ese poder
incierto, que parecía invencible, como el mar.
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