martes, 22 de noviembre de 2011



Determinar el grado de pureza, la composición de la solución a aplicarse al propanol. Un sonriente Martin no pensaba en eso. En el laboratorio, como en cualquier otro lugar donde nuestra alma se apodera del cuerpo, los recuerdos se asimilan a la ciencia. Martin, bachiller, veintitrés años con una sonrisa amplia y un futuro promisorio.

Su sonrisa acababa de llegar a su jefa de origen belga, “¿C’est tout?” “Oui, Je croi”. El creía claro, que tras esos diálogos laboriosos, alumbrarían la esperanza de un ascenso o un viaje de promoción a alguna parte de la corporación. Llegada la noche, él y su jefa planeaban una nueva forma de vivir.

Los pliegues de su vulva darían pase al salvaje estado mental de su circulación en efectos de carne. Un movimiento de afecto, una caricia jadeante apenas iniciarían el ritmo más antiguo de la raza humana. En esos pliegues cóncavos no había amor.

Las pipetas lucían más tristes que nunca cuando reflejaban el rostro de Martín. La dueña y señora del laboratorio, había sido enviada a Dinamarca. Y él al parecer sólo había sido parte de la despedida.

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