lunes, 29 de marzo de 2010


La bestia tenía la mirada fijamente en ese gatillo, sabía que si se desprendía algo luminoso de ahí, no solamente causaría un gran estrépito en el ambiente; sino que estaría en peligro su vida. Pero no podía huir, no acostumbró a vivir así. Desde pequeño aprendió a defenderse solo. Tenía cuatro meses cuando se separó de su madre, nunca entendió como llegó ese momento; sólo se daba cuenta que tenía sed de ella y de su calor. Pero esta vez, adulto con doscientos kilos y una amplia melena se enfrentaba a la prueba más dura que le había otorgado la vida.

El hombre estaba seguro de que el león caería fácilmente. A solo veinte metros, se preguntaba de momento por qué no había disparado aún. Quizás sus caricaturas de treinta años atrás, sus coleccionables de goma con detalles de tarzán o el rey de la selva; contenían sus instantes llevándole por momentos a una reflexión inmóvil. Pero tenía que sacar provecho a los doce mil invertidos en el zafari. Allá en su país todos celebrarían que él había cazado un león, “Todos…Mi jefe nunca me creería, mis hijos sentirían pena… ¿Estaré en una zona protegida?”

Sólo tuvo razón en esto último, cuando bajó el arma. Fustigado por sus preguntas el león de siete años, se abalanzó sobre él. El no pensó en ningún evento esta vez, no procuró preguntarse si ese hombre estaba protegido o si su manada aprovecharía de aquellas carnes. No era su deber tampoco. Así que dejó su ofensiva y continúo su camino dejando en el hombre una futura cicatriz de doce centímetros en el abdomen y una sensación de que la vida es sólo una.

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