miércoles, 23 de febrero de 2011


Nuestros cantos eran sencillos. Los habíamos aprendido tiempo atrás de algunos novicios. Todo tiempo pasado fue el mejor, escuchaba de algunos viejos que solían ir a las bodegas en busca de cervezas. Yo empero, recuerdo esos cantos llenos de fascinación por la vida y por la creación del mundo.

Pero la vida no transcurre muchas veces a nuestro entendimiento y fue así que alguien también me enseñó a disparar. Era el arma de mi padre, un humilde vigilante muerto años atrás en un atentado, del que nunca nadie nos explicó nada. Ningún responsable, sólo una víctima que lamentar y sus deudos en el que estaba yo incluido.

Recuerdo claramente ese robo, recuerdo el cómo se iba desangrando camino al hospital y finalmente; de ese doctor barrigón quien demoraba en atender a mi padre porque estaba viendo un partido del mundial. Lo recuerdo como si fuera ayer.

Aquel Dios de mis alabanzas y glorias, me dispuso de un guerrero solitario, para que me enseñara a disparar. “Te daré diez soles, sólo tienes que herir a esa persona en una pierna, mañana cuando salga a esta misma hora; así aprenderá” Yo esperando recibir veinte, le disparé a las dos, al día siguiente. Pero ante mi descontento, sólo me pudo dar quince. Ya era uno más de las películas.

Yo nunca había conocido a mi madre. Ahora que se me presentó la oportunidad de verla por primera vez y en su lecho de muerte, siento deseos que ese Dios que tanto quise en mi niñez; se la lleve. Ella nunca quiso a mi padre ni mucho menos a mí. Ahora enferma, arrepentida, sola y triste como está; pareciera que se aferrara más a este mundo deplorable del que me tocó vivir. Entre mí sólo aguardo al insospechado amigo que algún día me llevará a la muerte. Y es que todo en esta vida se paga.

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